Afganistán vivió en 2017 el peor atentado en tres lustros y la caída de una de las bombas más potentes del arsenal convencional estadounidense, pero al final del año el tablero del conflicto en el país aún muestra un estancamiento en el que siguen perdiendo todos.

El conflicto afgano está enquistado poco antes de que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) pusiera fin a su misión de combate en enero de 2015, un vacío que los afganos esperan sea cubierto por los alrededor de 3.000 soldados que el presidente estadounidense, Donald Trump, comprometió como parte de su nuevo plan para Afganistán.

El estancamiento es tal que la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU ha pasado de considerar Afganistán un país en posconflicto a uno con una guerra en activo y una de las emergencias humanitarias “más complejas del mundo”.

En abril un proyectil GBU-43, apodado con el rimbombante nombre ‘Madre de todas las bombas’ y uno de los de mayor poder del arsenal convencional estadounidense, cayó en la provincia Nangarhar sobre lo que se suponía era el bastión del grupo yihadista Estado Islámico (EI) en el país.

El devastador bombardeo terminó con una estratégica base del EI y la vida de un centenar de insurgentes. Sin embargo, el ataque no cambió el tablero en favor de las fuerzas progubernamentales.

Aunque en 2017 el número de bajas civiles por el conflicto experimentó un descenso entre enero y septiembre de 6% con relación al mismo período del año precedente, el balance fue de 2.640 muertos y 5.379 heridos, según la misión de la ONU en Afganistán (Unama).

Pero quizá el síntoma más evidente del estancamiento del conflicto es la reiterada negativa de los talibanes a los llamamientos del Gobierno afgano para que se sienten a la mesa de negociación de un proceso de paz, dándoles como única alternativa a ello la derrota militar.

Varios ataques de los talibanes también dejaron cientos de bajas entre las tropas afganas en diferentes puntos del país. (I)