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Yografía del libro (De la tablilla sumeria a la tablilla del iPad)

Yografía del libro (De la tablilla sumeria a la tablilla del iPad)
23 de abril de 2013 - 00:00


Como la mayoría de los frutos, desciendo de los árboles

(¡Qué prodigio un árbol! Deberíamos arrodillarnos cada vez que miramos alguno. “No sé cómo se puede pasar junto a un árbol sin alegrarnos de que exista”, decía admirado Dostoievski, ese árbol ruso que estuvo plantado cuatro años en Siberia con grilletes y una bola de hierro a la canilla, acusado de subversión).   

Por la pulpa del árbol corre esa sangre nutricia llamada “savia”, pariente botánica de la palabra sabiduría. Luego la pulpa es sometida a un proceso de alquitara y reblandecimiento increíble hasta transformarla en papel. Los chinos lo inventaron, es mi soporte, como decir mi esqueleto.

La lectura es como un asunto de pájaros
Las golondrinas de mar, en sus evoluciones por el cielo, escriben palabras transparentes. Desde los acantilados y las ardientes playas los humanos perseguimos sus giros impredecibles, dando sentido cada quien a esa caligrafía imaginaria.

La escritura comenzó con el barro sumerio
Como vio y atestiguó Ernesto Cardenal antes de la destrucción y saqueo del Museo de Irak por parte de Bush: La primera escritura fueron dibujos/ alguien vio que podía pintar en lodo/ el lodo que allí abunda/ (lodo con el que inventaron el adobe/ que aún usamos)/ y así los textos más antiguos del mundo/ están en barro/ el escriba embrocado sobre su tableta de barro/ apuntando el cielo, la mina y el talento/ el parto de las ovejas y el movimiento de los astros/ miles y miles de tabletas/ el escribir se volvió manía/ tabletas de ruinas de librerías/ antiquísimas librerías/ el autor quedó olvidado/ pero su obra quedó viva/ la tableta de barro/ con la historia cuneiforme de la creación/ y la inundación que está en la Biblia/ y el primer rostro humano en el arte (“en Irak todo se puede decir primero”).

Nuestros lectores descienden del Paraíso
Nuestros lectores descienden de aquel episodio de las hojas de parra que cubrieron no las vergüenzas, como nos han hecho creer, sino las virtudes de nuestros primeros padres, Adán que quiere decir Nada y Eva que quiere decir Ave. Ahí empezó nuestra historia y la ruta de la lectura. Se les cayeron las hojas y ellos se leyeron de arriba abajo y de abajo arriba. Se subieron y bajaron hasta cansarse como ahora hacen los turistas por las escaleras de los templos mayas. Los mayas escribían en hojas crasas, las de los pencos vivos, planta que en náhuatl se llama maguey y de cuya savia se elabora el tequila, el pulque y el mezcal, esencias que ayudaron a soñar libros como “Pedro Páramo”, de Rulfo, o “Bajo el volcán”, de Lowry.

Esos primeros padres se holgaron con una lectura completa, fascinados por la forma y contenido, como quien dice se leyeron en cuerpo y alma. El apropiarse del alma del otro ha sido la historia de todas las historias, de todas las guerras coloniales y de todas las batallas amorosas. Y es también la historia de la lectura. Al menos su aventura íntima.
Se leyeron del ombligo a la izquierda hasta llegar a la derecha del ombligo. Entonces en el Cuzco dijeron aquí es el ombligo del mundo, el pupo del mundo, el kipu. Los incas escribieron sus libros en cordeles, con nudos (kipus) y los que leían se llamaban kipucamayos. Los leían de derecha a izquierda como hacen los árabes, expertos en álgebra y en llevar siempre la contraria. Algunos lectores escriben hacia atrás, como Carpentier en su “Retorno a la semilla”, como los shuar amazónicos, para quienes el tiempo transcurre hacia el cero infinito; y otros leen hacia adelante, como los gitanos que leen el porvenir, el que siempre está por venir y nunca llega.

Soy un objeto con alma humana
Soy un objeto con alma humana, es decir con pensamientos. Más que el reloj que solo piensa en el tiempo, o la cuchara que solo piensa en la comida. Por algo Borges dijo que de todos los instrumentos del hombre, el más asombroso, sin duda, soy yo. Los demás son extensiones del cuerpo humano. “El microscopio, el telescopio, son extensiones de la vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero los libros son otra cosa: una extensión de la memoria y la imaginación”.

Las ideas y los sueños son mi polen
Pero no nos vayamos por las ramas: aunque todo antepasado es literalmente “leche derramada”, también provengo de la piel seca de los antílopes, pero sobre todo de las tablillas de los escribas sumerios, también de los rollos de pergamino o de la piel de los vientos donde los enamorados escriben sus promesas. Desde entonces, todos los que aman, piensan o sueñan por escrito se llaman autores y ponen su nombre en mi pecho. (Jacobo Siruela dice que el sueño es el primer género literario. Y Quignard dice que los pensamientos son los restos de las pesadillas). Sus sueños o sus ideas son mis semillas, mi polen, mi polenta.

Pocos se imaginarán que también nuestra ruta se remonta a tiempos anteriores al Corán de los musulmanes, los primeros libros de esos manes fuimos escritos en lisos omóplatos de camellos, por eso ahora es prohibido deshuesarlos y todo libro que no sea el Corán corre el riesgo de ir a parar a la parrilla como en la Inquisición católica, donde los libros iban a parar a la hoguera con lector y todo, ya se tratara de calvinistas, luteranos, apóstatas, bígamos o judíos. A estos últimos, Fray Tomás de Torquemada, el inquisidor por antonomasia, los llamaba marranos. Por tanto: a la plancha. Hitler y Pinochet no se han quedado atrás con las hogueras para libros. En el Ecuador las beatas, los curas y los conservadores quemaron en una hoguera bárbara a Eloy Alfaro, padre del laicismo, doctrina acuñada en la edad de la razón, que lleva un libro como símbolo.

Nos hacían como se hacen los hijos: de uno en uno
El libro mejor escrito se llama la Biblia, no tiene erratas sino pecados, fallas de origen. Así como el mejor libro sobre el mestizaje, según Bonil, es la Guía telefónica. En sus comienzos la Biblia fue un asunto de bibliómanos que debían copiarla a mano en letras góticas sobre pergaminos para encuadernarlos con tapas de suela o de madera; algunos como los de la Iglesia rusa lo hacían con tapas de plata con charnelas o aldabas engastadas. Más que libros parecíamos ataúdes. Esos artesanos de la escritura no se daban abasto. A veces eran como los actuales editores, corregían a su manera el texto que copiaban. Con erratas como todo editor que se precie. Lo asombroso es que algunos copistas no sabían leer. Eran dibujantes de letras como podían haber sido dibujantes de aguaceros (o sea de palitos inclinados).

Entonces se inventó la máquina de besos… entintados
Pero pronto se cansaron de confeccionarnos de uno en uno. Entonces Johannes Gutemberg, un herrero y platero de la ciudad alemana de Maguncia (hoy su catedral lleva el nombre de ese forjador) inventó la imprenta, que es la máquina de fugaces besos entintados, el beso de unos labios en forma de letras (en relieve como todo labio) sobre las tersas mejillas del papel. Los llamaban tipos móviles, de madera al comienzo y luego de metal. Cuando los tuvo completos los guardó en orden alfabético en los compartimentos estancos de un mueble de imprenta llamado chivalete y llamó al pasante para que fuera componiendo, línea a línea, la página a imprimirse, para que se diera modos de hacer copias ya no manuales sino mecánicas. Desde entonces los libros tenemos unas tiradas espectaculares, 3X; somos de papel y nos hemos ido perfeccionando hasta ser algo tan dúctil y cálido en la mano como una torcaza de bolsillo que abre sus alas y nos invita a volar.

Todos los libros estuvimos escritos desde siempre
Nuestra infancia transcurrió en la cuna de la modernidad, por eso, a quienes nacimos entre 1450 y 1500, nos llamaron incunables. La cantidad de libros que vimos la luz en esos cincuenta años fue mayor a la de los que se habían copiado a mano en los mil años anteriores.
Entonces comenzó la galaxia Gutemberg.
Soy, pues, el objeto paradigmático de la modernidad.
Agradezco a quienes fueron descubriendo la escritura y la lectura en todas las lenguas (todos los libros estuvimos escritos desde siempre, cada autor nos reescribe por primera vez).

Mis lectores son jueces sin rostro
Pero sobre todo existo gracias a aquellos por los que fui creado: mis lectores, esos jueces sin rostro.

Sin ellos solo sería un solitario, no lo que soy: la comunión entre dos; el lector se apropia de los pensamientos del autor, los recrea, los completa. De este modo facilito la fecundidad entre autor y lector: las ideas que habitan en mis páginas pasan a cohabitar con mis lectores, es decir con sus pensamientos, sus maneras de ser, sus deseos, su imaginación y memoria, sus fantasmas. Algunos bibliotecarios llaman “fantasma” a la tarjeta que queda en el repositorio en vez del libro, así como en el burdel Braille, cuyo sarcástico letrero dice “El placer de la lectura”, las que atienden usan calzonarios con hendija llamados “paraciegos” (porque leen los labios).

Los viejos lectores se quejan de los nuevos soportes, pero algunos nuevos lectores son insoportables
Últimamente, en la era digital, me siento un mutante hacia otras pulpas, un pulpejo dactilar hacia otros teclados, tablillas y pantallas, hacia otros esqueletos que soporten el cuerpo y la textura de mi letra, hacia el esqueleto virtual, nebuloso, de un e-book, por ejemplo. Por ahora nos están cambiando el soporte hacia la pantalla líquida, hacia el plasma virtual.

Lo preocupante es que los nuevos soportes están creando un nuevo lector, los soportes están cambiando al lector, y esto es un asunto que nos convierte en una nebulosa donde el lector se hace el que nos hojea y con la otra mano busca por Internet el resumen. Es que el nuevo lector hace cursos de lectura rápida, como si el fin de la lectura fuera hacer “zapping” saltándose los renglones o leyendo transversalmente para enterarse a brazadas de qué trata el texto, es decir, una lectura equivalente, en el mejor de los casos, a los créditos que pasan raudos al final de las películas. Come con cuidado, mastica, no vayas a atragantarte. Los cursos de lectura rápida son los peores enemigos de la literatura. Sirven para los apurados, por no decir atarantados.

El Twitter limita el mensaje a 140 caracteres y en el teléfono se escriben mensajes en una taquigrafía tan rápida que los nuevos digitadores parecen enfermos del mal de Parkinson. Se ha restringido el vocabulario y la escritura; pronto lo harán el cerebro y el lenguaje. El nuevo lector es light. Como la Coca-Cola. Lee una página completa y se marea, prefiere los resúmenes. En vez de hacer el amor prefiere que lo cuenten abreviado.

Nuestra felicidad consiste en que nos lean
Nuestra felicidad consiste no solo en que nos conciban, escriban y publiquen, sino en que nos lean, es decir, que completen ese acto maravilloso por el cual se puede tener a otro sin dejar de ser uno mismo.

No tenemos nada en contra de que ahora seamos también digitales, nada que no sea su fugaz eminencia. Podemos desaparecer de un teclazo mal dado. Malhadado. Para los que hablan de la muerte del libro les decimos que tenemos seguro de vida. El libro digital, como la fotografía, permite tenernos en varios formatos, con varios tipos de letras o el interlineado que al lector le resulte más cómodo, reimpresiones ilimitadas. En síntesis, la ruta de la lectura ha transcurrido de la libertad condicionada del Paraíso a la exégesis dogmática de la Edad Media y de ahí ha escalado a la interpretación libre, al libre amor con el texto, a la unión libre entre el lector y el texto, donde hasta el autor desaparece porque los lectores son esos jueces sin rostro que juzgan al autor, que están en el derecho de tomar o dejarnos, de subrayarnos, de criticarnos, de demorarse en nuestras páginas o de darnos contra el suelo, pero que nos hacen felices porque nuestra felicidad consiste no solo en que nos escriban y fabriquen, sino en que nos lean y recreen. Como dice Blaise Pascal: “Los mejores libros son aquellos que quienes los leen creen que también ellos pudieron haberlos escrito”.

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