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Una visión familiar de Alfredo Pareja Diezcanseco

Una visión familiar de Alfredo Pareja Diezcanseco
14 de julio de 2013 - 00:00

Siempre consideré un privilegio haber tratado en términos familiares a un hombre como Alfredo Pareja Diezcanseco, hermano de mi madre, incluso antes de que fuera un conocido escritor y se convirtiera en una especie de gloria de la gens de los Pareja, siempre tan orgullosa, con o sin razón, de sus antecesores, entre los que había, como en cualquier clan que se respeta, de todo: doctores, ignorantes, marinos, poetas, científicos, millonarios de pacotilla, otros de verdad, uno que otro sinvergüenza, hidalgos (de los de bragueta, hijos de algo, por no decir de otra cosa), mujeriegos. Y un largo etcétera, muy pocos tontos, ningún cura.

Sí es verdad que uno de los siete pecados capitales, es decir de los Pareja y Pareja, que eran siete y así les decían, vaya usted a saber por qué, trajo al país la “naranja china”, esto es, la mandarina; que Wenceslao Pareja y Pareja fue asistente de Noguchi en el combate a la fiebre amarilla en el Ecuador, y después jefe de misión de la ONU en la lucha contra el mismo mal en Brasil y en África, así como poeta segundón de nuestro modernismo tardío; que el doctor Armando Pareja Coronel creó y fundó LEA (Liga Ecuatoriana Antituberculosa); que “el millonario Pareja”, no era millonario pero vivía como millonario, hasta llegar a Alfredo Pareja Diezcanseco, sobre quien José Diez-Canseco (así escribía su apellido; el guayaquileño le quitó el guión), el conocido narrador peruano, le preguntaba a Benjamín Carrión: “¿Alfredito Pareja vale? Me alegro. Es primo hermano mío, hijo de una hermana de mi padre. Hasta ahora no me ha enviado nada. Le voy a escribir a Guayaquil”. Y días después, tras haberlo leído, opina que El muelle, de Pareja, tiene “un quilate artístico elevadísimo” y que su “acierto mayor (…) es la capacidad artística (…) al trazar las figuras de cada uno de sus personajes”.

Pero la imagen admirable del tío Alfredo, oída siempre en boca de mis padres, era la carga que le cayó, siendo el menor de los hermanos y el único varón, al morir mi abuelo y tener que dejar los estudios y ponerse a trabajar para mantener a su madre y sus hermanas. Por eso el tío Alfredo hizo solo la primaria. La enorme cultura que llegó a manejar fue autodidacta.

Nacido en Quito, mi padre fue hombre de acción, hábil para las cosas manuales, así como excelente navegante y matemático. Siguiendo el ejemplo de un hermano mayor, decidió ingresar en la Escuela Naval que, cosa realmente macondiana, funcionaba en Quito.

Luego de servir una temporada en la Armada se vinculó a la Pacific Steam Navigation, compañía inglesa de buques cargueros y navegó por todos los mares.

Siendo para mí tan inquietante como un personaje de Conrad, traté de imitarlo en tanto que hombre de acción, pero con otros contenidos, y tras la clandestinidad, la cárcel y el exilio, me di cuenta de que la acción no iba conmigo, peor lo heroico. Tampoco las matemáticas.

Pero me quedaba otro modelo paterno, el tío Alfredo, a quien también quise imitar. Lo admiré (lo admiro) como escritor, es decir por sus novelas, básicamente por La casa de los locos, 1929 (en sus inicios vanguardista, junto a Pablo Palacio y Humberto Salvador), El muelle, 1932 (en el mejor realismo social), Don Balón de Baba, 1939 (primera novela esperpéntica del país), Hombres sin tiempo, 1941 (inmersa en el espesor psicológico de los personajes), Los nuevos años: La advertencia, 1954, El aire y los recuerdos, 1958, Los poderes omnímodos, 1964 (novela río y del realismo crítico), y Las pequeñas estaturas, 1971 (formalmente la más moderna y audaz de sus narraciones y la de mayor evolución en el país, resuelta en forma esperpéntica). Admiro también su capacidad de trabajo, su organización, su disciplina, su deseo permanente de aprender, la exigencia implacable consigo mismo.

El ser humano que yo traté

Me crié en la terminal marítima de la Anglo Ecuadorian Ofields, compañía petrolera para la que trabajaba mi padre. Situada junto a La Libertad, en la península de Santa Elena, se llamaba Puerto Rico.

Ahí nos daba la empresa una bella casa frente al mar, sobre una lomita -que yo veía de chico como un promontorio- y junto a una quebrada. Siempre que podía llegaba el tío Alfredo a pasar los fines de semana. Gozaba entonces de la playa, se tomaba sus traguitos, jugaba banco ruso y resolvía problemas matemáticos con su cuñado, con quien se llevaba muy bien.

Desde muy pequeño, pues, traté a mi tío. Su adoración era su hija Cecilia; Jorge y Francisco, sus hijos varones no existían aún, y al parecer, yo le caía muy bien, porque me hablaba mucho, me hacía bromas, se reía y jugaba frecuentemente conmigo.

A veces compartíamos una hamaca de mocora, colgada en el “corredor chiquito”.

En mi casa solo leía mi papá, pero revistas en inglés -True Detective, una especie de Extra en papel couché y a colores, por ejemplo, o Reader Digest, la obviedad de cuyo nombre la evidencia-, y yo, orientado por un vecino adulto -el ingeniero Homero Dávalos- que era un vicioso de la literatura infanto/juvenil: Salgari, Sabatini, Julio Verne, Karl May, Miguel Zévaco, Paul Fedal, Dumas padre, Kipling, etcétera. Al mismo tiempo, yo imitaba a mi tío y este observaba mis lecturas sin decir nada, aprobándolas con su silencio. Hasta que un día me vio leyendo algo de Hugo Wast, creo que Flor de durazno (yo tenía once años), y se indignó. “No leas eso”, me dijo, “apenas llegue a Guayaquil te mando un libro que te va a gustar”. Y me envió Las mil y una noches, el original para adultos, traducción del doctor Madruz y versión castellana de Blasco Ibáñez, un libro endemoniadamente (¿celestialmente?) erótico que yo gocé con cuerpo y alma.

El tío Alfredo viajaba mucho. En una de esas idas me regaló un apreciable lote de libros de su biblioteca. Como algunos eran en francés, esos me los decomisó “el millonario” Pareja, quien dominaba ese idioma.
Alfredo Pareja vivió fuera del país, igual que yo; nos vimos poco, me hizo varios favores de distinta índole, como siempre, hasta que a comienzos de la década de los ochenta del siglo XX nos reencontramos en Quito (algunas tardes lo visitaba para el wisquisito de las seis); luego viví en España y finalmente me radiqué en Guayaquil.

Alfredo Pareja murió en 1993, en Quito, dejándonos un importantísimo legado literario, como veremos a continuación…

Arrepentidos compañeros de ruta

El narrador y poeta chileno Hernán Lavín Cerda destaca que Pablo Palacio “es uno de los desconocidos de la literatura continental, cuyo genio creador ha pasado injustamente inadvertido; se anticipó más de treinta años a los ‘hallazgos’ a la novelística de los años 60; y es un adelantado, un precursor de la literatura latinoamericana imaginativa, crítica, fantástica, absurda, irónica, suprarreal que se escribe hoy”.
Por su parte, María del Carmen Fernández, investigadora española de literatura, menciona en su libro El realismo abierto de Pablo Palacio (en la encrucijada de los 30) a dos autores ecuatorianos cuya escritura inicial tomó la misma línea vanguardista y subjetiva que Pablo Palacio, Alfredo Pareja Diezcanseco con La casa de los locos/novela escrita para agotar la paciencia de cualquier lector y dedicada a los niños y a los viejos de mi patria infantil (1929), de muy buena calidad y cuyo subtítulo evidencia su tesitura narrativa; y Humberto Salvador, con Ajedrez (1929) y En la ciudad he perdido una novela (1929). Tanto Pareja Diezcanseco como Salvador optaron finalmente por el realismo social, línea predominante en esos años, el primero con El muelle (1923) y el segundo con Camarada (1923).

El muelle

El muelle, de Alfredo Pareja Diezcanseco, es una de las más bellas novelas de nuestro realismo social, Fernando Diez de Medina, refiriéndose a su aparición, expresa: “América ya tiene novelistas: Eustacio Rivera, Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes y Pareja Diezcanseco”.

De esta manera Pareja nos situó en “lo mejor del realismo social”, anticipando incluso algunas de las virtudes que lo llevarían a una evolución siempre ascendente en la profundización de su organización discursiva, desde Don Balón de Baba (1939), hasta Las pequeñas estaturas (1971), su incorporación más válida y lograda a la actualidad narrativa latinoamericana, como lo señalé en Los grandes de la década del 30 (El conejo, Quito, 1984).

Itinerario de una evolución sostenida

Alfredo Pareja Diezcanseco deja ver, desde 1939, un proceso orgánico e incesante de modernización un “aceleramiento evolutivo” que desemboca en una de las mejores novelas del desarrollo narrativo del país: Las pequeñas estaturas…

En efecto, con este libro Pareja culmina un recorrido narrativo que, seguro sin aspavientos, venía dándose de manera nítida desde 1939, cuando publicó Hechos y hazañas de don Balón de Baba y de su amigo Inocencio Cruz, texto en el que aborda el humor, por un lado y algunos elementos de lo esperpéntico, por el otro.
De este modo cerraba su ciclo del realismo social –El muelle (1932), La Beldaca (1935) y Baldomera (1938)- y tomaba un nuevo impulso novelístico que después de Don Balón de Baba se encaminaría, vía la interiorización de sus personajes -Hombres sin tiempo (1941)- hacia el realismo crítico y luego, retomando y puliendo su incursión esperpéntica inicial, llegaría al punto más alto de su narrativa, Las pequeñas estaturas, que es, a mi entender, un importantísimo logro de madurez de nuestro relato y el resultado de una “aceleración evolutiva” que en Pareja es claramente observable.

Al inicio de estas notas me refería a la evolución narrativa del tío Alfredo entre Don Balón y Las pequeñas estaturas. Por oportunidad de ubicación, ahora la reitero en el orden que sigue: Hombres sin tiempo, (1941) (inmersa en el espesor psicológico de los personajes), y Los nuevos años: La advertencia, 1954, El aire y los recuerdos, 1958, Los poderes omnímodos, 1964 (novela río y del realismo crítico).

Los sodalios (¿solitarios o solidarios?)

En Las pequeñas estaturas lo esperpéntico se da, según lo subraya Vladimiro Rivas Iturralde, “en la conformación de los personajes que son deliberadamente manejados desde afuera: títeres, muñecos rumberos o piojos (…) apenas signos con conciencia de serlo”.

En otra dimensión (y cito nuevamente a Rivas) Las pequeñas estaturas es “(…) una de las primeras novelas ecuatorianas que llaman la atención sobre sí mismas, sobre su propio lenguaje”, cuya estructura formal y de contenidos se resuelven como construcciones verbales autónomas…

Por eso los sodalios son en la novela de Pareja seres esperpénticos que no encajan en una sociedad que flota sin raíces que lo justifiquen, pero son a la vez, en su dimensión verbal misma, una fusión de la soledad (por exclusión) y de la solidaridad (por sus anhelos). Eso fue (es) Alfredo Pareja (el tío Alfredo), un sodalio, solidario y solo -en el sentido de único- al mismo tiempo

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