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Sapos

Sapos
03 de agosto de 2013 - 00:00

En el almuerzo hay un cliente de última hora. Va vestido de rigurosa etiqueta: un plumaje negro azabache que se prolonga en la cola del frac y corona una cabeza pequeña, con un pico fuerte y puntiagudo. Se ha posado en la barandilla que protege la terraza del comedor y mira atentamente a los comensales, quienes, al principio, no se percatan de su presencia.

Después, empieza a batir las alas y a piar: “¡Aquí estoy yo! ¡Aquí estoy yo!”, mientras recorre la barandilla arriba y abajo. El espectáculo llama por fin la atención de la gente, y también de otro individuo de la misma especie, que se posa a su lado con el traje de plumas. Los pájaros parecen cuchichear, mirando de reojo a los comensales, planeando la jugada, esperando su turno.

Después, los dos se unen en esa danza que es como un lenguaje secreto. Pero nadie los atiende. Los camareros no reparan en su presencia; la gente ya no los mira; solo un perro que dormitaba junto a su dueño ha levantado la cabeza. Los pájaros y el perro esperan en tensión hasta que una pareja paga la cuenta. Es el momento que los dos pájaros estaban esperando.

Con un nuevo batir de alas, vuelan hasta la mesa desocupada. Miran al resto de los comensales una última vez, mueven la cabeza y, sin tan siquiera avisar al camarero, empiezan a picar glotonamente los restos de comida que quedan en los platos. Entonces el perro salta y se come a los dos pájaros de un bocado. Debían saber a sapo.

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