Ecuador, 05 de Mayo de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

El suicidio que nunca fue

El suicidio que nunca fue
04 de julio de 2013 - 00:00

La noticia no pasó a los periódicos. Los más íntimos, al conocer del hecho, se conjuraron, de modo tácito, en un pacto de silencio.

Muchos años después el poeta dominicano Osvaldo Bazil, entonces representante diplomático de su país en Cuba, lo contaría: Rubén Darío, en 1910, intentó suicidarse en La Habana. Ocupaba el poeta la habitación 203 del hotel Sevilla.

Ida y vuelta

El Gobierno nicaragüense había designado a Rubén Darío como su representante en las fiestas por el centenario del Grito de Dolores, en la Ciudad de México, pero se vio impedido de cumplir su misión cuando el presidente que extendió el nombramiento fue derrocado y quedó, ya en Veracruz, sin respaldo oficial.

Debió el poeta regresar a La Habana, donde hiciera escala en su viaje a México, en el mismo barco que lo llevó a ese país. Claro que no necesitaba el poeta de representación diplomática alguna para trasladarse a la capital mexicana, pero el gobierno -que era el del dictador Porfirio Díaz- juzgó improcedente que su estancia allí coincidiera con la delegación de Washington.

Dada la injerencia de los Estados Unidos en Nicaragua, la presencia de Darío podía exacerbar en los mexicanos sentimientos antiyanquis y de hecho, inflamar los ánimos antiporfiristas. Nada de eso pudo evitarse a la postre, pese a las precauciones gubernamentales.

Al hacerse público que se impedía al gran poeta llegar a la capital, los estudiantes en masa se echaron a la calle en una manifestación imponente y apedrearon la residencia del viejo caudillo, mientras que en la cuidad de Jalapa, el pueblo de Teccelo y en la propia Veracruz la visita de Darío era saludada en triunfo.“Me ocurría algo bizantino. El gobernador civil me decía que podía permanecer en territorio mexicano unos cuantos días, esperando que partiese la delegación de los Estados Unidos para su país, y que entonces yo podría ir a la capital; y el gobernador militar, a quien yo tenía mis razones para creer más, me daba a entender que aprobaba la idea mía de retornar en el mismo vapor para La Habana. Hice esto último”.

Llegó muy deprimido, moralmente derrotado, preso de una gran tortura espiritual y escaso, muy escaso, de fondos. Ahogaba sus penas en alcohol; se entregaba, dice Osvaldo Bazil, “al demonio de los alcoholes y a las furias de todas las tempestades de la dipsomanía”.

Precisa Bazil: “Rubén era preso de una profunda depresión moral, que según nos contaron había tratado de ahogar en libaciones espirituosas. Pudo contestar, sin embargo, con bastante serenidad y reposo, las preguntas que le hizo Paco Sierra sobre la situación política en Nicaragua, en una entrevista que se publicó en La Discusión. Pero cuando abandonamos el barco, su rostro revelaba una gran tortura mental y su paso era vacilante. Seguimos con él hasta instalarlo junto con sus acompañantes en el hotel Sevilla, y allí cayó de súbito en hondo sopor. A veces lanzaba roncos quejidos”.

Hubo que buscarle con urgencia un médico. Darío, que era un niño grande, fue atendido en esa ocasión por un médico de niños. Mejoró su salud, pero su estancia habanera transcurriría hasta el final -dos meses después- lejos de fiestas y compromisos. Era su cuarta visita a la capital cubana, la ciudad más cara del mundo, diría entonces en una de sus crónicas.

Paseos

“Bajo un sol abrasante en un cielo claro y de azul milagroso”, admira el poeta La Habana antigua. En una de las crónicas que sobre La Habana publicó en el diario La Nación, de Buenos Aires, no pasa por alto la influencia norteamericana que denota la urbe. “Los tranvías, los automóviles, los hoteles de primer orden, el aseo de ciertas partes de la ciudad demuestran la excelencia del dólar y de la muñeca norteamericana. El gran Martí que tanto combatiera el peligro de los ojos azules, no sabe qué hacer en su mármol mediocre, en una plaza pública”. La prensa cuenta con dos diarios en lengua inglesa. Los supermillonarios yanquis suelen venir a pasar el invierno en la isla. El antiguo señorío hispano criollo, o vive en Europa o se mantiene aislado”.

Al comienzo de su crónica recuerda el poeta una vieja coplilla española: “A La Habana me voy, / te lo vengo a decir, / que me han hecho sargento / de la guardia civil”. Y concluye: “¡Cuán lejos todo eso!”.
Pasea Darío en automóvil. Cena en el Miramar Garden, quizá  el restaurante más emblemático de la época. Tiene una que otra cita galante. Lo rodean buenos amigos. Pero las crisis alcohólicas se repiten y una tarde, en el hotel Sevilla, quiere lanzarse por el balcón.

Lucha con él, a brazo partido, el poeta Bazil por impedírselo: está el nicaragüense a punto de lograr su propósito, pero en ayuda del dominicano acuden el secretario de Rubén y un empleado de la instalación hotelera. Consiguen al fin reducirlo y meterlo en la cama. “Aseguradas todas las puertas, cerradas todas las ventanas, respiré tranquilo -recuerda Bazil-. El poeta seguía ingiriendo wiski, desde su cama, de modo incesante. Después de tres litros de wiski, estaba como loco, y no me atrevía a dejarlo solo. Me pasé la noche a su lado. Él no dormía nada. Así, amaneció. Continuaba bebiendo. Visitas que no pueden ser recibidas. Flores de fina galantería llegaban al hotel”.

Darío recobra por fin el juicio, la inteligencia y el buen humor. Atiende sus compromisos periodísticos, escribe poemas; está en la tumba de su amigo el poeta Julián del Casal en el aniversario de su muerte. Lo inquieta la abultada cuenta del hotel, pero la revista habanera El Fígaro asume todos los gastos, y lo instala en la Maison Dorée, una pensión francesa de El Vedado, junto con su secretario y el pintor mexicano Ramos Martínez, que venía con él desde México. Se siente el poeta encantado en su retiro. Una noche en que bebió en abundancia en compañía de Bazil y el poeta Mondello, embajador italiano en Cuba, abandona, sin dar cuenta de ello, a sus contertulios. Se lo ve aparecer, radiante, a la mañana siguiente.

“Vengo de un círculo de hombres de color adonde entré porque era el único sitio donde vi luz en la madrugada y me han tratado admirablemente. Me obsequiaron con champagne, y me nombraron negro honorario”, confiesa Darío a Bazil y le muestra, con regocijo, el curioso diploma del nombramiento.

Acota Bazil: “A él le supo siempre bien esta aventura, y la recordaba muchas veces como una de sus más simpáticas travesuras habaneras”.

Quiere el poeta irse de Cuba, pero carece del dinero necesario. Sin revelar su propósito, lo pide aquí y allá; cablegrafía a amigos poderosos que pueden girárselo desde el exterior. Recupera sus bríos.

El barco partiría a las dos de la tarde del 8 de noviembre de 1910, y hasta la una permaneció Darío en la redacción de El Fígaro en espera de las remesas cablegráficas que le llegarían en abundancia y poder cobrar en su totalidad. Reunió una bonita suma de dinero, pues solo Fontoura Xavier, embajador brasileño en La Habana, le entregaría $ 500 -con pena de no poder ser más extenso en la dádiva. Ignorante de la partida del poeta, abandonado a su suerte y sin un centavo, quedaba en La Habana el pintor Ramos Martínez. Rubén Darío era egoísta como los niños, comenta Bazil; era un niño completo cuando se enfrentaba a la vida.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media