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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Tarde, mal, y de milagro

27 de mayo de 2015 - 00:00

Nadie puede saber qué anida en el corazón del papa Francisco I. Lo que sabemos es que a su predecesor lo ‘renunciaron’ tal vez porque ya no se usa eso de que un pontífice amanezca difunto y todo el mundo mire para otro lado. Y lo renunciaron ante la desbandada de fieles que estaba sufriendo la Iglesia católica a causa de la intransigencia de sus dirigentes en temas que son de todos conocidos (esto no ha cambiado casi nada). Entonces se elige al papa Francisco, sin zapatos Prada, con una capacidad de sonrisa infinitamente superior a la de quien lo precedió, y latinoamericano, antes de que las sectas, el agnosticismo y el franco ateísmo hagan de las suyas por estas tierras. Pero, si bien las declaraciones del Pontífice llevan en general un tinte progresista, es muy difícil pensar que de la noche a la mañana la Iglesia católica haya cambiado tan radicalmente su postura ante el mundo en general.

El sábado pasado, un sector de la humanidad se sintió feliz porque por fin, a más de treinta años de su asesinato, monseñor Óscar Arnulfo Romero fuera beatificado. O sea, recibiera una formalización de su santidad. Como si la hubiera necesitado, además. Esta beatificación, en mucho, deja un sabor agridulce porque comienzan a surgir preguntas: ¿por qué esperaron tanto? ¿Creen que ya es ‘inofensivo’, acaso? Si el martirio per se anula una cantidad de milagros y pruebas que deben producirse para el trámite eclesiástico correspondiente, ¿por qué a él no se lo tomaron en cuenta con tanta celeridad como a otros?

Monseñor Romero fue santo desde mucho antes de morir. Nadie lo puede dudar. Fue santo en el momento en que decidió tomar partido por la voz de su conciencia y dejar de escuchar la voz de la conveniencia. Fue santo cuando se puso del lado de los débiles, de las víctimas, de los pobres y de los injustamente perseguidos. Fue santo desde el momento en que la muerte de su amigo Rutilio Grande le abrió los ojos ante la textura de la realidad que estaba viviendo. Y no fue santo por ser católico, sino por ser humano y por ser consecuente. Nunca le hizo falta que la iglesia que traicionó su integridad lo certificara. Su santidad no le convenía al imperio. Y tampoco a la institución que ahora se llena la boca beatificándolo, como si fuera lo mismo decir Óscar Romero que Juan Pablo II. Todos santos, todos en el mismo costal. Para que nadie proteste. Para que la gente siga viniendo a misa. Para que no dejen de bautizar a sus bebés ni pagar limosnas. Como si fuera así de simple. (O)

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