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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

Las tribulaciones del Viejo Continente

02 de junio de 2015 - 00:00

En Europa se respira desde algunos años un aire siniestro, de fin de época. No se entienden a cabalidad los rasgos de este andar a tientas, de este extravío que es económico y político en su superficie, y moral e intelectual en sus entrañas. ¿No era este el continente donde la humanidad había alcanzado sus niveles más altos? ¿Por qué no encuentra una salida de semejante malestar en sus recursos filosóficos, históricos y humanos más elevados?

La brusca caída del producto interno bruto, el drástico crecimiento de la desigualdad, la triste realidad del desempleo son apenas tres de los indicadores que más desorientan: afligen a los ancianos más reflexivos, que esperaban haber construido sociedades sin espacio para la penuria y los aprietos; y condenan a la precariedad a todos los jóvenes que van construyendo vidas sobre fundamentos materiales resbalosos. Pero la crisis económica agudiza también contradicciones que la preexistían, haciendo visible una gama de mezquindades y vilezas -humanas y políticas a la vez- que ahora más que nunca convocan a la indignación más honda.

Camarillas económicas de todo tamaño secuestran lo público en todos sus niveles, desde lo municipal hasta lo supranacional, y hacen así estragos de la democracia, que se vuelve en un juguete efímero y manipulable. Los apetitos de las élites se tornan insaciables a tal punto que su influencia ubicua condiciona y vilipendia aguas arriba y aguas abajo la participación electoral. Esta no es ya que un vano espejismo sin relación alguna con los horizontes de justicia social y libertad.

El desastre económico, la corrupción política ligada al parasitismo de los grupos de poder, el menguante debate democrático tienen repercusiones diferentes, dependiendo de cómo se vaya canalizando la insatisfacción ciudadana en los diferentes contextos nacionales. En algunos casos permanece latente, sin ser articulada por ningún actor político; en otros casos, van tomando cuerpo nuevos sujetos que la llevan a desafiar los aparatos y los mecanismos del poder económico y político; en otros casos aún, dicha energía vital es disipada por proyectos oportunistas, que la cabalgan para luego desarzonarla de su sentido más profundo.

Me interesa en este sentido hacer una brevísima comparación entre las elecciones locales de España e Italia, realizadas con una semana de diferencia. En el primer contexto, siguen creciendo -no exentas de dificultades- fuerzas que apuestan por devolver ‘kratos’ al ‘demos’, es decir, volver a dar sentido a la palabra democracia. En el caso de Italia, la situación es más compleja. Se mantiene en pie un proyecto transformista, el del primer ministro Matteo Renzi, que ha simplemente aprovechado de la indignación popular. Al momento populista, le ha sucedido a renglón seguido la neutralización de las instancias de cambio.

Sin embargo, los resultados demuestran que este proyecto, aunque todavía hegemónico, tiene sus grietas. Pero toman fuerza populismos diferentes al de Podemos: uno abiertamente racista, y otro ambiguo, sin un claro horizonte político, regido de forma autoritaria por un excómico. La salida de sus tribulaciones, que pasa necesariamente por la sumatoria de victorias nacionales, sigue cuesta arriba para el Viejo Continente. (O)

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