La historia del puerto de Esmeraldas se repite como comedia, pero sin chiste y sin lágrimas, sean de carcajadas o de pena; más bien está para la bronca colectiva. En la última década del siglo pasado el puerto casi se convirtió en caleta para buques fantasmas que no encontraban puerto de arribo, por estos últimos años parecería que ese es el destino cierto.

Y el atabé ururé se desafina con la única verdad que es la realidad en cifras: del más de millón de toneladas métricas de 2012 cayó a 434.000 en 2017, el gasto corriente subió de 2,4 a 5,4 millones de dólares y el querer exportar es tan laberíntico como querer llevar la mercancía a la luna. Por acá, en Esmeraldas, estamos recontra que hiperpreocupados con este diagnóstico. ¿Y allá en las alturas gubernamentales? ¡Hum!

En aquella década desastrosa a la gerencia de Autoridad Portuaria de Esmeraldas (APE) el centro gubernamental mandó gente con largura de títulos profesionales y militares obteniendo resultados iguales o peores. Por una bendita casualidad nombraron a Mae Montaño y de caleta fantasmal se convirtió en puerto exitoso, además en un Ecuador de crisis económica como nunca antes había ocurrido.

Este jazzman no es de halagos y moralejas, pero la mejor cuña a los problemas de Esmeraldas sale de la misma madera esmeraldeña. Si cada componente del sistema de productividad funciona bien, la onda de beneficios comienza por la inmediata vecindad poblacional y se extiende al país. A ese orden lógico llaman polo de desarrollo. Y el moribundo puerto de Esmeraldas es uno de los principales factores de eliminación de problemas sociales. Debería, y por ahora, no es así.

El puerto esmeraldeño tiene y produce ventajas inestimables para el favorable impacto económico: salida directa de la dársena a mar abierto (y viceversa), accesible a unas crecientes potencialidades productivas regionales y podría ser el ingreso masivo de turistas a unas ofertas naturales y culturales irrepetibles. Volveremos sobre el tema. (O)